Menú, mestizaje y la palabra
(Los cuatro elementos de nuestra apocatástasis)
Pterocles Arenarius
Es extraño que nadie haya anotado que la degradación actual se debe a la pérdida que está ocurriendo en nuestro lenguaje.
José Emilio Pacheco, Aforismos.
En un principio era el mito. Dios, en su afán de expresarse, confirió a las almas (…) un manto de conceptos poéticos y lo sigue haciendo diariamente al darle, también, al espíritu de cada infante, una inclinación a la poesía.
Herman Hesse, Peter Camezind
En cualquier fonda o restaurante a lo largo y ancho de México, comúnmente se ofrece lo que los mexicanos llamamos la “comida corrida”, la que ―con las correspondientes salvedades regionalistas― consiste en una sopa de pasta (de origen italiano), arroz (aportado al mundo por los países del más lejano oriente), el que se cocina casi siempre con jitomate ―no tomate verde, ni tomeito según los gringos, hablo del jitomate rojo o tomate de ombligo, del náhuatl xictli, ombligo; tomatl, tomate: es decir, xictomatl―, que por lo común también interviene en la elaboración de la sopa. Luego viene un guisado que casi siempre contiene carne de res o bien de cerdo o bien de pollo, guisada con alguna de las múltiples variedades de chile: verde serrano, jalapeño, guajillo, pasilla, morita, etc. Para concluir con un plato de frijoles, como para no olvidar nuestra profunda, secular relación con esta gramínea y también para quedar totalmente satisfechos. Aunque no olvidemos que siempre se ofrece un postre que bien puede incluir el chocolate y más raramente el amaranto. Y todo, excepto el postre, acompañado de tortillas de maíz a discreción. Suele haber, además, una salsa enchilada (que con frecuencia incluye jitomate), para darle picor a la comilona, la cual acompaña sin falta a todos los “tiempos” de la pitanza.
¿Por qué esta referencia al más común viático de los mexicanos? Porque deseo llamar la atención a varios hechos: uno) en este régimen alimenticio pueden faltar muchos vegetales y carnes o aparecer otros, pero jamás faltarán estos cuatro: el maíz, el jitomate, los frijoles y el chile…
Y lo que afirmaré, que es el dos), quizá parezca una exageración para los que no son mexicanos y también para los que no lo son en realidad aunque aquí hayan nacido: los mexicanos, desde hace unos tres mil años, nos hemos alimentado de maíz, frijol, jitomate y chile (además de muchos otros regalos de la tierra a lo largo de los siglos de nuestra historia: calabazas, chicozapotes, capulines, chilacayotes, zapotes, huanzontles o huauzontles, cuitlacoches, nopales, tunas, chía, tomate verde, tamarindo, entre los vegetales. Chimicuiles, acociles, gusanos de maguey, chapulines, escamoles, hormigas chicatanas, etc., entre artrópodos e insectos. Víboras, serpientes, iguanas, axolotl, ranas, charales, camarones, múltiples pescados, etc., entre reptiles, batracios y peces. Chichicuilotes, güilas, torcazas, pollos, patos, etcétera, entre las aves. Venado, armadillo, caballo, borrego, res, perro xoloizcuintli, ratas de campo, entre los mamíferos). Pero acompañando a los mencionados, el maíz, el jitomate, el chile, el frijol, durante ciertas etapas de la historia a unos, luego a otros, mas la base de nuestra alimentación en nuestros treinta siglos de tradición nunca han faltado en la dieta mexicana maíz, frijol, jitomate y chile.
Lo que sigue lo afirmó el sabio anónimo: “El hombre es lo que come”. En su momento, hace siglos, lo proclamaron, con sabiduría no menor, los mesoamericanos en la afirmación autoalusiva: “Somos los hombres del maíz” y en su mitología cosmogónica nos proveyeron de una historia de la manera ―picaresca, no tan lícita― en que obtuvieron de los dioses este manjar.
Quiero llegar a lo siguiente: los mexicanos, aunque seamos mayoritariamente mestizos tenemos un componente indígena muy poderoso. Aunque muchos se avergüencen de ello, aunque la mayoría lo niegue, aunque nos apellidemos Hernández, Rodríguez, López, Sánchez y Pérez, es decir, hijos de Hernando, Rodrigo, Lope, Sancho y Pedro. Y aun cuando la mayoría ni siquiera se dé cuenta, somos mucho más indios de lo que nos imaginamos, incluso de lo que algunos quisieran aceptar. ¿Quién que es mexicano puede decir que no come todos los días maíz, frijol, jitomate y chile? Nuestros antepasados forjaron la gran alianza simbiótica que es también relación dialéctica con esos vegetales. Ellos nos alimentan, nos dan la vida y nosotros los protegemos y los ayudamos a que existan desde hace unos tres mil años; les hemos dado la muerte al alimentarnos de ellos, les damos la vida por lo mismo pues los cultivamos, los hemos domesticado, los protegemos, ellos nos alimentan.
Hace poco más de un par de décadas, el prominente antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, en el ya mencionado libro México profundo llamó la atención a una serie de hechos semejantes a lo que aquí se anotó; la tesis a demostrar era que entre los mexicanos a partir de clase media hacia abajo en los estamentos sociales, el componente indígena es mucho más grande e intenso entre los mexicanos de lo que pensamos. Es decir, en la abrumadora mayoría. A tal fenómeno lo llamó El México Profundo, frase que usó como título del libro que hoy es ya un clásico de la antropología mexicana.
Bien, pero esto no se queda en la manera de alimentarnos. Ya dijimos que el hombre es lo que come. En efecto, en todos los demás órdenes de la vida, guardamos ―incluso de manera inconsciente― nuestro inmenso componente aborigen que es esencialmente femenino (porque el mestizaje se hizo entre el invasor europeo, armado, que arrasó esta tierra y las mujeres de los vencidos, jamás vinieron mujeres españolas a copular con indios para la procreación de mestizos). Y por ello es más fuerte. En las costumbres, en nuestras maneras de pensar, en la forma en que amamos, es decir, en nuestra manera de entender y transcurrir la existencia en este mundo somos más intensa y extensamente, indígenas que europeos. Aunque, como vimos en el caso de lo que comemos, actualmente haya una enorme cantidad de alimentos que enriquecen nuestra comida. En otras palabras, nuestra esencia no fue abolida, sino enriquecida. Aunque muchos entiendan el vocablo indio como un insulto. Nuestra manera de alimentarnos es la mejor muestra de que en la gran mayoría de los ámbitos conservamos nuestra esencia.
(Entre paréntesis anotemos el terrible fenómeno de la corrupción de nuestra manera de alimentarnos que ha provocado la obesidad que se está presentando masivamente entre la población mexicana brutalmente engañada por la propaganda televisiva para que consuma esa basura nutrimental que son los llamados alimentos chatarra y las aguas endulzadas y carbonatadas. También anotemos la parte que nos corresponde de culpa en esa catástrofe).
Pero hablemos de lo maravilloso que abunda en este país, a pesar de la eterna crisis económica que con más o menos continuidad se encuentra entre nosotros desde el año 82 del siglo pasado; de los gobiernos federales, cada uno peor que su antecedente y, el colmo, del baño de sangre con más de 30 mil muertos en que desde 2006, se debate México.
Aunque la patria se esté desintegrando, las maravillas que nos acompañan desde los primeros siglos de nuestra historia, no desaparecen. Lo más maravilloso de todo es que no sólo en la alimentación guardamos nuestra esencia. Aunque no lo tengamos muy consciente, en nuestras costumbres, en nuestro lenguaje, en nuestras maneras de amarnos (y desgraciadamente, para nuestro mal, también en las de odiarnos o despreciar a los más débiles) conservamos aquella esencia, la indígena. Como lo hizo explícito Guillermo Bonfil Batalla en su histórico libro.
Los españoles se llevaron todo, pero nos dejaron todo al dejarnos su lenguaje, dice Gabriel García Márquez. Añadiré que se llevaron todo, pero no lograron eliminar lo más importante, nuestra esencia; y además, en efecto, nos dejaron todo, el lenguaje. Una formidable manera de apropiarnos del mundo, que no otra cosa es el lenguaje. La herramienta civilizadora por excelencia, el lenguaje. Un extraordinario lenguaje, el español, que a estas alturas es uno de los más viejos y ―en varios sentidos― uno de los más ricos del mundo actual.
La civilización es el camino opuesto a la bestialización. En efecto, la civilización es contraria al orden natural. A contracorriente de nuestro origen primate, en la civilización se suprime la ley del más fuerte que impera en la naturaleza salvaje. Entre los civilizados el más débil no está condenado a desaparecer, sino al revés, en la medida que las civilizaciones y con ellas los lenguajes desaparezcan, seremos más pobres; porque un lenguaje es una manera distinta y no menos humana que todas las demás, de apropiarse del mundo mediante el entendimiento. Con respecto a la civilización consideremos dos cuestiones. Una, la humanidad se enriquece en la medida en que haya más civilizaciones. Y dos, recordemos que sólo seis lugares y los correspondientes grupos humanos que los habitaron, son realizadores y continentes de civilización. La civilización es la más grande hazaña humana: la creación del estado, la religión, de códigos legales, de ciencia, arte, lenguaje escrito, ciudades, sistema económico y social, entre algunas otras maneras de organización. Sólo Egipto, Mesopotamia, China, India, Mesoamérica y la Región Andina crearon civilización original en la historia de este planeta.
De tal suerte que ser Indio es ser el descendiente de los creadores de aquella cultura milenaria y original, primigenia en este planeta. Ser indio es tener como antecesores a los que hicieron de la palabra la flor y el canto; de los que concibieron a Tloque Nahuaque, El Señor del Cerca y el Junto: pasmoso concepto de la divinidad que nos remite a la entidad que “(me mantiene) Lleno de de mí, sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga/ mentido acaso/ por su radiante atmósfera de luces”. Pero que no menos pareciera relacionado con la inaudita “Esfera de Pascal, con centro en todas partes y circunferencia en ninguna parte”.
Nuestro lenguaje, el español, está saturado de vocablos que provienen de las lenguas mesoamericanas. En la zona mesoamericana, (Nuestra toponimia náhuatl, tolteca, maya, mixteco-zapoteca, purépecha, rarámuri, huasteca, totonaca, etcétera, con sus correspondientes gentilicios), sólo eso, ha agregado miles de vocablos al español. Prácticamente toda la toponimia de la zona mesoamericana ―y por ende los gentilicios― son palabras de las lenguas prehispánicas. Las palabras que constituyen nuestros alimentos, aportan asimismo una cantidad importante de vocablos. Y esto a despecho de que ya no seamos indígenas. Pero tampoco somos españoles. Somos una hibridación, un mestizaje cuyos componentes español ―paterno―, indígena ―materno― y negro, nos dan una serie de características únicas en el mundo. Regresando al asunto de los alimentos, no es en balde que un producto de tal mestizaje, como es la cocina mexicana, haya sido reconocido, ¡por fin!, como patrimonio intangible de la humanidad.
En la alta cultura actual de México se encuentra ―como en su gastronomía mundialmente reconocida― la esencia de los treinta siglos de civilización que forman nuestro espíritu. Que no es otra cosa sino la cultura lo que forma nuestra parte sublime, el espíritu.
Ser indio es haber resistido la vecindad del imperio que tiene en sus manos (y utiliza) el más grande poder destructivo alcanzado en la historia de la humanidad. Asimismo, es la sangre de los indios la que se ofreció en sacrificio para que ocurrieran las dos descomunales transformaciones de México, la Independencia y la Revolución.
Es necesario admitir que la sobrevivencia de esos atributos milenarios es una sinigual hazaña del espíritu. Y, por supuesto, vale preguntarse, ¿de dónde sale la energía, la fuerza que ha permitido la permanencia de lo esencial de nuestro más remoto origen? He aquí una hipótesis: de la poesía. La poesía que nos acompaña porque nos habita desde los albores de nuestra historia. La poesía que es la más poderosa manifestación del espíritu porque ocurre a través de la palabra. Porque finalmente somos palabras (“En el principio fue el verbo dice cierto libro”).
La sublime palabra, la poesía desde los tlamatinime nahoas, los mayas, toltecas, totonacas y mixtecos que rescataron Ángel María Garibay y Miguel León Portilla. Pasando por la divina Sor Juana, fundadora de nuestra literatura en español y quien nos incluye muy dignamente en el siglo de oro español, al lado, ni más ni menos, de los góngoras, los quevedos, los lope y los cervantes.
La poesía que llevó a los liberales juaristas del XIX a refundar la literatura mexicana mientras creaban el verdadero México, este de hoy que se nos está deshaciendo entre las manos.
La poesía que se encuentra en toda nuestra literatura que, para este momento, es de primer mundo. Mientras nuestros gobiernos son dignos ya no de las dictaduras musulmanas que se tambalean o que han caído, sino peores, porque estos son más mañosos y mucho más cínicos y se atreven a decirnos que vivimos en una democracia. Curiosa democracia que tiene a cinco de los más ricos del mundo y también a 30 millones de personas en los límites de la hambruna.
Finalmente, México ha cursado crisis tan atroces como la de este momento. En el XIX, cuando estuvo a punto de desaparecer por las invasiones gringa y francesa. En el XX, en la gran hecatombe de la revolución. Y, me atrevo a decir, como Pacheco, que la pérdida de nuestro lenguaje ha resultado en esta degradación sin límites.
Los medios masivos de comunicación (televisión, radio, internet, telefonía) se encuentran en manos de saqueadores y se dedican a propagar la prostitución. El lenguaje es como nunca destrozado, degradado y prostituido por los que tienen la voz en esos medios. Los supuestos artistas electrónicos son, en realidad, simples prostitutos y prostitutas ensimismados y ensoberbecidos en su asombrosa ignorancia e incapacidad lingüística. Las noticias son mentiras completas o a medias, más manipulación y chismes increíblemente estúpidos. El gobierno está encabezado por un pobre hombre que pretendió censurar a una valiente periodista que simplemente le preguntó si tiene algún problema de salud. Nuestra imagen oficial está atrozmente arruinada.
Sin embargo, el México profundo existe. La gran cultura de los mexicanos no se ve ―salvo grandiosas excepciones ― en los grandes medios de comunicación. Nuestra literatura, brutalmente marginada, repito, es de primer mundo. En este momento, como en pocos de nuestra historia, podemos contar, por lo menos, a una centena de escritores de primera línea en nuestro idioma. Nuestros artistas plásticos pueden exponer dignamente en cualquier parte del mundo, los músicos mexicanos están activos como pocas veces en múltiples géneros, desde la música tradicional como los huapangueros de las huastecas, los roqueros de todas las ciudades y los músicos cultos, etcétera.
En este momento, por fortuna, no podemos entender “El derecho de guerra”, que autorizaba a los vencedores de los conflictos bélicos a expulsar de este planeta a los vencidos, mediante la muerte de los hombres y la apropiación de las mujeres. La limpieza étnica, consciente o no. De igual manera nos alarma la opresión sobre la mujer y el indígena, no menos que el mal trato a los infantes.
Es misión de esta generación de mexicanos construir el país que sea “Un mundo en el que quepan todos los mundos”. El sustrato, la esencia, pervive, está entre nosotros. México no puede ser dos naciones, la de los ricos de primer mundo y la de los millones de pobres (gordos, humillados, hambrientos, ignorantes, paupérrimos y marginados), mientras los magnates se hinchan de dinero exprimiendo casi hasta causarle la muerte a la gallina de los huevos de oro, que no otra cosa es nuestro país.
Tenemos que lograr, como lo dijo José Revueltas, que los mexicanos sean desgraciados, porque en los avatares de la vida emocional o espiritual se hayan labrado su propia desgracia, pero jamás porque un explotador los someta a la miseria material.
(Los cuatro elementos de nuestra apocatástasis)
Pterocles Arenarius
Es extraño que nadie haya anotado que la degradación actual se debe a la pérdida que está ocurriendo en nuestro lenguaje.
José Emilio Pacheco, Aforismos.
En un principio era el mito. Dios, en su afán de expresarse, confirió a las almas (…) un manto de conceptos poéticos y lo sigue haciendo diariamente al darle, también, al espíritu de cada infante, una inclinación a la poesía.
Herman Hesse, Peter Camezind
En cualquier fonda o restaurante a lo largo y ancho de México, comúnmente se ofrece lo que los mexicanos llamamos la “comida corrida”, la que ―con las correspondientes salvedades regionalistas― consiste en una sopa de pasta (de origen italiano), arroz (aportado al mundo por los países del más lejano oriente), el que se cocina casi siempre con jitomate ―no tomate verde, ni tomeito según los gringos, hablo del jitomate rojo o tomate de ombligo, del náhuatl xictli, ombligo; tomatl, tomate: es decir, xictomatl―, que por lo común también interviene en la elaboración de la sopa. Luego viene un guisado que casi siempre contiene carne de res o bien de cerdo o bien de pollo, guisada con alguna de las múltiples variedades de chile: verde serrano, jalapeño, guajillo, pasilla, morita, etc. Para concluir con un plato de frijoles, como para no olvidar nuestra profunda, secular relación con esta gramínea y también para quedar totalmente satisfechos. Aunque no olvidemos que siempre se ofrece un postre que bien puede incluir el chocolate y más raramente el amaranto. Y todo, excepto el postre, acompañado de tortillas de maíz a discreción. Suele haber, además, una salsa enchilada (que con frecuencia incluye jitomate), para darle picor a la comilona, la cual acompaña sin falta a todos los “tiempos” de la pitanza.
¿Por qué esta referencia al más común viático de los mexicanos? Porque deseo llamar la atención a varios hechos: uno) en este régimen alimenticio pueden faltar muchos vegetales y carnes o aparecer otros, pero jamás faltarán estos cuatro: el maíz, el jitomate, los frijoles y el chile…
Y lo que afirmaré, que es el dos), quizá parezca una exageración para los que no son mexicanos y también para los que no lo son en realidad aunque aquí hayan nacido: los mexicanos, desde hace unos tres mil años, nos hemos alimentado de maíz, frijol, jitomate y chile (además de muchos otros regalos de la tierra a lo largo de los siglos de nuestra historia: calabazas, chicozapotes, capulines, chilacayotes, zapotes, huanzontles o huauzontles, cuitlacoches, nopales, tunas, chía, tomate verde, tamarindo, entre los vegetales. Chimicuiles, acociles, gusanos de maguey, chapulines, escamoles, hormigas chicatanas, etc., entre artrópodos e insectos. Víboras, serpientes, iguanas, axolotl, ranas, charales, camarones, múltiples pescados, etc., entre reptiles, batracios y peces. Chichicuilotes, güilas, torcazas, pollos, patos, etcétera, entre las aves. Venado, armadillo, caballo, borrego, res, perro xoloizcuintli, ratas de campo, entre los mamíferos). Pero acompañando a los mencionados, el maíz, el jitomate, el chile, el frijol, durante ciertas etapas de la historia a unos, luego a otros, mas la base de nuestra alimentación en nuestros treinta siglos de tradición nunca han faltado en la dieta mexicana maíz, frijol, jitomate y chile.
Lo que sigue lo afirmó el sabio anónimo: “El hombre es lo que come”. En su momento, hace siglos, lo proclamaron, con sabiduría no menor, los mesoamericanos en la afirmación autoalusiva: “Somos los hombres del maíz” y en su mitología cosmogónica nos proveyeron de una historia de la manera ―picaresca, no tan lícita― en que obtuvieron de los dioses este manjar.
Quiero llegar a lo siguiente: los mexicanos, aunque seamos mayoritariamente mestizos tenemos un componente indígena muy poderoso. Aunque muchos se avergüencen de ello, aunque la mayoría lo niegue, aunque nos apellidemos Hernández, Rodríguez, López, Sánchez y Pérez, es decir, hijos de Hernando, Rodrigo, Lope, Sancho y Pedro. Y aun cuando la mayoría ni siquiera se dé cuenta, somos mucho más indios de lo que nos imaginamos, incluso de lo que algunos quisieran aceptar. ¿Quién que es mexicano puede decir que no come todos los días maíz, frijol, jitomate y chile? Nuestros antepasados forjaron la gran alianza simbiótica que es también relación dialéctica con esos vegetales. Ellos nos alimentan, nos dan la vida y nosotros los protegemos y los ayudamos a que existan desde hace unos tres mil años; les hemos dado la muerte al alimentarnos de ellos, les damos la vida por lo mismo pues los cultivamos, los hemos domesticado, los protegemos, ellos nos alimentan.
Hace poco más de un par de décadas, el prominente antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, en el ya mencionado libro México profundo llamó la atención a una serie de hechos semejantes a lo que aquí se anotó; la tesis a demostrar era que entre los mexicanos a partir de clase media hacia abajo en los estamentos sociales, el componente indígena es mucho más grande e intenso entre los mexicanos de lo que pensamos. Es decir, en la abrumadora mayoría. A tal fenómeno lo llamó El México Profundo, frase que usó como título del libro que hoy es ya un clásico de la antropología mexicana.
Bien, pero esto no se queda en la manera de alimentarnos. Ya dijimos que el hombre es lo que come. En efecto, en todos los demás órdenes de la vida, guardamos ―incluso de manera inconsciente― nuestro inmenso componente aborigen que es esencialmente femenino (porque el mestizaje se hizo entre el invasor europeo, armado, que arrasó esta tierra y las mujeres de los vencidos, jamás vinieron mujeres españolas a copular con indios para la procreación de mestizos). Y por ello es más fuerte. En las costumbres, en nuestras maneras de pensar, en la forma en que amamos, es decir, en nuestra manera de entender y transcurrir la existencia en este mundo somos más intensa y extensamente, indígenas que europeos. Aunque, como vimos en el caso de lo que comemos, actualmente haya una enorme cantidad de alimentos que enriquecen nuestra comida. En otras palabras, nuestra esencia no fue abolida, sino enriquecida. Aunque muchos entiendan el vocablo indio como un insulto. Nuestra manera de alimentarnos es la mejor muestra de que en la gran mayoría de los ámbitos conservamos nuestra esencia.
(Entre paréntesis anotemos el terrible fenómeno de la corrupción de nuestra manera de alimentarnos que ha provocado la obesidad que se está presentando masivamente entre la población mexicana brutalmente engañada por la propaganda televisiva para que consuma esa basura nutrimental que son los llamados alimentos chatarra y las aguas endulzadas y carbonatadas. También anotemos la parte que nos corresponde de culpa en esa catástrofe).
Pero hablemos de lo maravilloso que abunda en este país, a pesar de la eterna crisis económica que con más o menos continuidad se encuentra entre nosotros desde el año 82 del siglo pasado; de los gobiernos federales, cada uno peor que su antecedente y, el colmo, del baño de sangre con más de 30 mil muertos en que desde 2006, se debate México.
Aunque la patria se esté desintegrando, las maravillas que nos acompañan desde los primeros siglos de nuestra historia, no desaparecen. Lo más maravilloso de todo es que no sólo en la alimentación guardamos nuestra esencia. Aunque no lo tengamos muy consciente, en nuestras costumbres, en nuestro lenguaje, en nuestras maneras de amarnos (y desgraciadamente, para nuestro mal, también en las de odiarnos o despreciar a los más débiles) conservamos aquella esencia, la indígena. Como lo hizo explícito Guillermo Bonfil Batalla en su histórico libro.
Los españoles se llevaron todo, pero nos dejaron todo al dejarnos su lenguaje, dice Gabriel García Márquez. Añadiré que se llevaron todo, pero no lograron eliminar lo más importante, nuestra esencia; y además, en efecto, nos dejaron todo, el lenguaje. Una formidable manera de apropiarnos del mundo, que no otra cosa es el lenguaje. La herramienta civilizadora por excelencia, el lenguaje. Un extraordinario lenguaje, el español, que a estas alturas es uno de los más viejos y ―en varios sentidos― uno de los más ricos del mundo actual.
La civilización es el camino opuesto a la bestialización. En efecto, la civilización es contraria al orden natural. A contracorriente de nuestro origen primate, en la civilización se suprime la ley del más fuerte que impera en la naturaleza salvaje. Entre los civilizados el más débil no está condenado a desaparecer, sino al revés, en la medida que las civilizaciones y con ellas los lenguajes desaparezcan, seremos más pobres; porque un lenguaje es una manera distinta y no menos humana que todas las demás, de apropiarse del mundo mediante el entendimiento. Con respecto a la civilización consideremos dos cuestiones. Una, la humanidad se enriquece en la medida en que haya más civilizaciones. Y dos, recordemos que sólo seis lugares y los correspondientes grupos humanos que los habitaron, son realizadores y continentes de civilización. La civilización es la más grande hazaña humana: la creación del estado, la religión, de códigos legales, de ciencia, arte, lenguaje escrito, ciudades, sistema económico y social, entre algunas otras maneras de organización. Sólo Egipto, Mesopotamia, China, India, Mesoamérica y la Región Andina crearon civilización original en la historia de este planeta.
De tal suerte que ser Indio es ser el descendiente de los creadores de aquella cultura milenaria y original, primigenia en este planeta. Ser indio es tener como antecesores a los que hicieron de la palabra la flor y el canto; de los que concibieron a Tloque Nahuaque, El Señor del Cerca y el Junto: pasmoso concepto de la divinidad que nos remite a la entidad que “(me mantiene) Lleno de de mí, sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga/ mentido acaso/ por su radiante atmósfera de luces”. Pero que no menos pareciera relacionado con la inaudita “Esfera de Pascal, con centro en todas partes y circunferencia en ninguna parte”.
Nuestro lenguaje, el español, está saturado de vocablos que provienen de las lenguas mesoamericanas. En la zona mesoamericana, (Nuestra toponimia náhuatl, tolteca, maya, mixteco-zapoteca, purépecha, rarámuri, huasteca, totonaca, etcétera, con sus correspondientes gentilicios), sólo eso, ha agregado miles de vocablos al español. Prácticamente toda la toponimia de la zona mesoamericana ―y por ende los gentilicios― son palabras de las lenguas prehispánicas. Las palabras que constituyen nuestros alimentos, aportan asimismo una cantidad importante de vocablos. Y esto a despecho de que ya no seamos indígenas. Pero tampoco somos españoles. Somos una hibridación, un mestizaje cuyos componentes español ―paterno―, indígena ―materno― y negro, nos dan una serie de características únicas en el mundo. Regresando al asunto de los alimentos, no es en balde que un producto de tal mestizaje, como es la cocina mexicana, haya sido reconocido, ¡por fin!, como patrimonio intangible de la humanidad.
En la alta cultura actual de México se encuentra ―como en su gastronomía mundialmente reconocida― la esencia de los treinta siglos de civilización que forman nuestro espíritu. Que no es otra cosa sino la cultura lo que forma nuestra parte sublime, el espíritu.
Ser indio es haber resistido la vecindad del imperio que tiene en sus manos (y utiliza) el más grande poder destructivo alcanzado en la historia de la humanidad. Asimismo, es la sangre de los indios la que se ofreció en sacrificio para que ocurrieran las dos descomunales transformaciones de México, la Independencia y la Revolución.
Es necesario admitir que la sobrevivencia de esos atributos milenarios es una sinigual hazaña del espíritu. Y, por supuesto, vale preguntarse, ¿de dónde sale la energía, la fuerza que ha permitido la permanencia de lo esencial de nuestro más remoto origen? He aquí una hipótesis: de la poesía. La poesía que nos acompaña porque nos habita desde los albores de nuestra historia. La poesía que es la más poderosa manifestación del espíritu porque ocurre a través de la palabra. Porque finalmente somos palabras (“En el principio fue el verbo dice cierto libro”).
La sublime palabra, la poesía desde los tlamatinime nahoas, los mayas, toltecas, totonacas y mixtecos que rescataron Ángel María Garibay y Miguel León Portilla. Pasando por la divina Sor Juana, fundadora de nuestra literatura en español y quien nos incluye muy dignamente en el siglo de oro español, al lado, ni más ni menos, de los góngoras, los quevedos, los lope y los cervantes.
La poesía que llevó a los liberales juaristas del XIX a refundar la literatura mexicana mientras creaban el verdadero México, este de hoy que se nos está deshaciendo entre las manos.
La poesía que se encuentra en toda nuestra literatura que, para este momento, es de primer mundo. Mientras nuestros gobiernos son dignos ya no de las dictaduras musulmanas que se tambalean o que han caído, sino peores, porque estos son más mañosos y mucho más cínicos y se atreven a decirnos que vivimos en una democracia. Curiosa democracia que tiene a cinco de los más ricos del mundo y también a 30 millones de personas en los límites de la hambruna.
Finalmente, México ha cursado crisis tan atroces como la de este momento. En el XIX, cuando estuvo a punto de desaparecer por las invasiones gringa y francesa. En el XX, en la gran hecatombe de la revolución. Y, me atrevo a decir, como Pacheco, que la pérdida de nuestro lenguaje ha resultado en esta degradación sin límites.
Los medios masivos de comunicación (televisión, radio, internet, telefonía) se encuentran en manos de saqueadores y se dedican a propagar la prostitución. El lenguaje es como nunca destrozado, degradado y prostituido por los que tienen la voz en esos medios. Los supuestos artistas electrónicos son, en realidad, simples prostitutos y prostitutas ensimismados y ensoberbecidos en su asombrosa ignorancia e incapacidad lingüística. Las noticias son mentiras completas o a medias, más manipulación y chismes increíblemente estúpidos. El gobierno está encabezado por un pobre hombre que pretendió censurar a una valiente periodista que simplemente le preguntó si tiene algún problema de salud. Nuestra imagen oficial está atrozmente arruinada.
Sin embargo, el México profundo existe. La gran cultura de los mexicanos no se ve ―salvo grandiosas excepciones ― en los grandes medios de comunicación. Nuestra literatura, brutalmente marginada, repito, es de primer mundo. En este momento, como en pocos de nuestra historia, podemos contar, por lo menos, a una centena de escritores de primera línea en nuestro idioma. Nuestros artistas plásticos pueden exponer dignamente en cualquier parte del mundo, los músicos mexicanos están activos como pocas veces en múltiples géneros, desde la música tradicional como los huapangueros de las huastecas, los roqueros de todas las ciudades y los músicos cultos, etcétera.
En este momento, por fortuna, no podemos entender “El derecho de guerra”, que autorizaba a los vencedores de los conflictos bélicos a expulsar de este planeta a los vencidos, mediante la muerte de los hombres y la apropiación de las mujeres. La limpieza étnica, consciente o no. De igual manera nos alarma la opresión sobre la mujer y el indígena, no menos que el mal trato a los infantes.
Es misión de esta generación de mexicanos construir el país que sea “Un mundo en el que quepan todos los mundos”. El sustrato, la esencia, pervive, está entre nosotros. México no puede ser dos naciones, la de los ricos de primer mundo y la de los millones de pobres (gordos, humillados, hambrientos, ignorantes, paupérrimos y marginados), mientras los magnates se hinchan de dinero exprimiendo casi hasta causarle la muerte a la gallina de los huevos de oro, que no otra cosa es nuestro país.
Tenemos que lograr, como lo dijo José Revueltas, que los mexicanos sean desgraciados, porque en los avatares de la vida emocional o espiritual se hayan labrado su propia desgracia, pero jamás porque un explotador los someta a la miseria material.
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